Un relato sencillamente
magistral. Del maestro Philip K. Dick.
Viajes en el tiempo y un final que hace reflexionar sobre nuestra propia
sociedad.
Philip K. Dick
—¿De qué oportunidad me habla? —Preguntó
Conger—. Siga. Me interesa.
La habitación estaba en silencio;
todas las miradas convergían en Conger, todavía vestido con el uniforme
carcelario. El Portavoz se inclinó hacia adelante poco a poco.
—Antes de que fueras a prisión,
tus negocios funcionaban muy bien... Todos ilegales, todos lucrativos. Ahora no
tienes nada, excepto la perspectiva de pasarte otros seis años encerrado en una
celda.
Conger frunció el entrecejo.
—Nos encontramos ante una
situación muy importante para este Consejo, que requiere tus peculiares
habilidades. Por otra parte, se trata de una situación que quizá te interese
también a ti. Eras cazador, ¿no? Conoces bien la técnica de seguir rastros, de
emboscarte en los matorrales y de acechar por la noche, ¿verdad? Imagino que la
caza ha de proporcionarte muchas satisfacciones...
Conger suspiró. Se mordió los
labios.
—De acuerdo —dijo—. Suéltelo.
Vaya al grano. ¿A quién quiere que mate?
—Todo a su tiempo —sonrió
suavemente el Portavoz.
El coche se detuvo. Era de noche;
la calle estaba a oscuras. Conger miró por la ventanilla.
—¿Dónde estamos? ¿Qué sitio es
éste?
El guardia le apretó el brazo.
—Vamos. Por esa puerta.
Conger pisó el suelo húmedo de la
calle. El guardia se deslizó con celeridad detrás de él, seguido por el
Portavoz. Conger aspiró una bocanada de aire frío. Examinó el contorno sombrío
del edificio al que se dirigían.
—Conozco este lugar. Lo he visto
antes. —Entrecerró los ojos, que se iban adaptando a la oscuridad.
Repentinamente, se puso rígido—. Esto es...
—Sí. La Iglesia Primera.
—El Portavoz se encaminó hacia la escalera—. Nos esperan.
—¿Nos esperan? ¿Aquí?
—Sí. —El Portavoz comenzó a subir
los peldaños—. Ya sabes que no se nos permite la entrada, especialmente con
pistolas. —Se detuvo. Dos soldados armados le salieron el paso—. ¿Todo en
orden?
El Portavoz sostuvo sus miradas.
Los soldados asintieron con la cabeza. La puerta de la iglesia se abrió. Conger
divisó en el interior más soldados, jóvenes con los ojos bien abiertos que
contemplaban los iconos y las imágenes sagradas.
—Empiezo a entender —dijo.
—Era necesario —dijo el
Portavoz—. Como sabes, nuestras relaciones en el pasado con la Iglesia Primera
han sido singularmente desafortunadas.
—No creo que esto las mejore.
—Pero vale la pena, ya lo verás.
Atravesaron el vestíbulo y
entraron en la cámara principal, donde estaban el altar y los reclinatorios. El
Portavoz dedicó una mirada distraída al altar cuando pasaron por delante.
Empujó una pequeña puerta lateral y le hizo una señal a Conger.
—Por aquí, no tenemos tiempo que
perder. Los fieles no tardarán en congregarse.
Conger parpadeó y obedeció. Se
encontraban en una cámara pequeña, de techos bajos y paneles oscuros de madera
vieja. Olía a cenizas y a especias humeantes.
—¿Qué es este olor? —preguntó.
—Cálices, o algo así. No lo sé.
—El Portavoz cruzó con impaciencia la estancia—. Según nuestros informes, está
escondido por aquí...
Conger paseó la vista por la
cámara. Vio libros y legajos, símbolos sagrados e imágenes. Un extraño
estremecimiento recorrió su cuerpo.
—¿Mi trabajo se relaciona con
alguien de la Iglesia ?
Si es así...
—¿Es posible que creas en el
Fundador? —preguntó con sorna el Portavoz—. ¿Es posible que un cazador, un
asesino...?
—No, por supuesto que no. Todos
esos discursos sobre la resignación ante la muerte, la no violencia...
—¿Qué pasa, pues?
—Me enseñaron a no mezclarme con
esta gente. Poseen poderes extraños. Y es imposible hacerles razonar.
El Portavoz estudió a Conger
detenidamente.
—Te equivocas. No nos interesa
ninguno. Llegamos a la conclusión de que matarles sólo sirve para incrementar
su número.
—Entonces, ¿por qué hemos venido?
Larguémonos.
—No, nuestra misión es
importante. Hemos venido a buscar algo que te servirá para identificar a tu
hombre, imprescindible para localizarle. —El Portavoz esbozó una sonrisa—. No
queremos que mates a otro. Es demasiado importante.
—No fallaré. —Conger hinchó el
pecho—. Escuche, Portavoz...
—La situación es insólita. La
persona que has de perseguir..., la persona que te mandamos a buscar..., sólo
puede ser identificada mediante ciertos objetos que se encuentran aquí. Son
simples indicios, los únicos datos de que disponemos. Sin ellos...
—¿Qué clase de objetos son?
Avanzó un paso hacia el Portavoz.
Éste se apartó un poco.
—Mira. —Corrió una sección de la
pared y quedó al descubierto un hueco cuadrado y oscuro—. Mira dentro.
Conger se agachó y forzó la
vista. Frunció el ceño con desagrado.
—¡Una calavera! ¡Un esqueleto!
—El hombre que has de perseguir
ha estado muerto durante doscientos años —dijo el Portavoz—. Eso es todo cuanto
queda de él, lo único que tienes para encontrarle.
Conger estuvo callado largo rato.
Contempló la osamenta, apenas visible en el nicho oculto tras la pared. ¿Cómo
podría matar a un hombre muerto hacía siglos? ¿Cómo podría seguir su pista,
abatirlo?
Conger era un cazador. Había
vivido a su manera, en los lugares que le apetecían. Había conseguido
mantenerse vivo comerciando con pieles que traía en su propia nave desde las
Provincias, burlando el cinturón de aduanas de la Tierra.
Había cazado en las grandes
montañas de la Luna. Había
merodeado por las ciudades vacías de Marte. Había explorado...
—Soldado, coja esos objetos y
llévelos al coche —ordenó el Portavoz—. Procure no perder nada.
El soldado se introdujo en el
hueco con cautela y se acuclilló.
—Confío —susurró el Portavoz a
Conger— en que nos demostrarás tu lealtad. Los ciudadanos siempre cuentan con
medios para regenerarse, para demostrar su devoción a nuestra sociedad. Creo
que cuentas con una excelente oportunidad. Dudo que tengas otra mejor. Y tus
esfuerzos merecerán una generosa compensación, por supuesto.
Los dos hombres intercambiaron
una mirada; Conger, delgado y andrajoso, el Portavoz, inmaculado en su
uniforme.
—Entiendo —dijo Conger—. Quiero
decir que entiendo lo de la oportunidad. Pero ¿cómo puede un hombre muerto hace
siglos ser...?
—Te lo explicaré después. Ahora
tenemos que irnos.
El soldado se había marchado con
los huesos, envueltos cuidadosamente en una manta. El Portavoz se encaminó
hacia la puerta.
—Vamos. Ya habrán descubierto
nuestra irrupción, y se presentarán en cualquier momento.
Bajaron corriendo los húmedos
escalones y entraron en el coche. Un segundo más tarde, el conductor elevó el
coche en el aire, sobre los tejados de las casas.
El Portavoz se acomodó en el
asiento.
—La Iglesia Primera
tiene un interesante pasado —empezó—. Imagino que lo conoces, pero me gustaría
hacer hincapié en algunos puntos.
»El Movimiento se inició en el
siglo veinte, durante alguna de las guerras periódicas. El Movimiento se
extendió con suma rapidez, abonado por la opinión general acerca de la
inutilidad de la guerra y de que cada una daba pie a otra peor, sin que se
adivinara el final. El Movimiento aportó una respuesta muy sencilla al
problema: sin preparativos militares, sin armas, no habría guerra. Y sin
maquinarias ni la compleja tecnocracia científica no habría armas.
»El Movimiento sostenía que no
era posible detener la guerra ayudando a planificarla. Sostenía que el hombre
estaba sometido a esta maquinaria y a esta ciencia, que se le escapaban de las
manos y le empujaban a guerras cada vez más feroces. Abajo la sociedad,
gritaron. Abajo las fábricas y la ciencia. Unas cuantas guerras más y quedaría
muy poca cosa del mundo.
»El Fundador era un oscuro
personaje procedente del Medio Oeste de Estados Unidos. Ni siquiera conocemos
su nombre. Todo lo que sabemos es que un día apareció predicando la doctrina de
la no violencia, la no resistencia; no a la guerra, no a los impuestos para
fabricar armas, no a la investigación, excepto la dedicada a la medicina. Vive
pacíficamente, cuida tu jardín, apártate de la política; dedícate a lo tuyo.
Pasa desapercibido, no te enriquezcas. Reparte tus posesiones, abandona la
ciudad. Al menos, eso es lo que se desprendía de sus palabras.
El coche descendió y aterrizó en
un tejado.
—El Fundador predicó esta
doctrina, o su germen; ignoramos lo que los fieles añadieron. Las autoridades
locales le detuvieron en seguida, por supuesto. Aparentemente, estaban
convencidas de que lo decía en serio; nunca se le volvió a ver. Fue ejecutado,
y su cuerpo enterrado en secreto. Parecía que de esta manera se terminaba con
el culto —sonrió el Portavoz—. Por desgracia, algunos de sus discípulos
afirmaron haberle visto después de la fecha de su muerte. El rumor se extendió;
había vencido a la muerte, era divino. Se propagó por todas partes. Y aquí
estamos hoy, con una Iglesia Primera que obstruye todo el progreso social,
destruye la sociedad, siembra la anarquía...
—¿Qué pasó con las guerras?
—preguntó Conger.
—¿Las guerras? Bien, no hubo más
guerras. Hay que reconocer que la eliminación de las guerras fue consecuencia
directa de la no violencia practicada a escala general. Sin embargo, hoy
podemos contemplar la guerra desde una perspectiva más objetiva. ¿Qué hay de
malo en la guerra? Posee un profundo valor selectivo, perfectamente concordante
con los postulados de Darwin, Mendel y otros. Sin guerras, una masa de seres
incompetentes e inútiles, carentes de educación y de inteligencia, se expande
incontroladamente. La guerra reducía su número; era una forma natural, como los
huracanes, los terremotos y las inundaciones, de eliminar a los ineptos.
»Sin guerras, los elementos más
rastreros de la humanidad proliferan a su antojo. Representan una amenaza para
los escasos instruidos, para los que practican la ciencia, los únicos
preparados para dirigir la sociedad. Desprecian la ciencia, o la sociedad
científica, basada en la razón. Y este Movimiento trata de ayudarles y
encubrirles. Sólo cuando los científicos controlen por completo el... —consultó
su reloj y abrió la puerta del coche—. Te contaré el resto mientras caminamos.
Atravesaron el tejado en
penumbra.
—Habrás adivinado de quién son
esos huesos, a quién tienes que perseguir. Este Fundador, este ignorante del
Medio Oeste, ha estado muerto dos siglos exactos. Es una pena que las
autoridades de su tiempo actuaran con tanta lentitud. Le permitieron hablar y
dar a conocer su mensaje. Le permitieron predicar, fundar un culto. Y ya no
hubo forma de pararlo.
»Pero ¿y si hubiera muerto antes
de predicar, antes de exponer su doctrina? Por lo que sabemos, sólo le llevó un
momento divulgarla. Dicen que habló una vez, sólo una vez. Luego llegaron las
autoridades y le arrestaron. No se resistió; apenas un pequeño incidente.
El Portavoz se giró hacia Conger.
—Pequeño, pero aún padecemos las
consecuencias.
Entraron en el edificio. Los
soldados ya habían depositado el esqueleto sobre una mesa. Los soldados se
mantenían firmes alrededor, con una expresión ardiente en sus rostros
juveniles.
Conger se abrió paso entre ellos
y se acercó a la mesa. Se inclinó y examinó los huesos.
—Así que esto es lo que queda
—murmuró—. El Fundador. La
Iglesia lo ha ocultado durante doscientos años.
—En efecto —replicó el Portavoz—,
pero ahora está en nuestro poder. Acompáñame.
El Portavoz abrió una puerta.
Unos técnicos levantaron la vista. Conger vio máquinas que zumbaban y giraban;
mesas de trabajo y retortas. En el centro de la sala había una reluciente jaula
de cristal.
El Portavoz tendió a Conger una
pistola Slem.
—Recuerda que la calavera debe
volver en perfecto estado... para comparar y sentar la prueba definitiva.
Apunta bajo..., al pecho.
Conger sopesó el fusil.
—Parece bueno —comentó—. Conozco
este modelo..., quiero decir que ya lo había visto, aunque no llegué a
utilizarlo.
—Recibirás instrucciones sobre el
uso del fusil y el funcionamiento de la jaula. Te proporcionarán todos los
datos de que disponemos acerca de la hora y el lugar. El punto exacto se
llamaba Hudson's Field, una pequeña comunidad en las afueras de Denver,
Colorado. Ocurrió en mil novecientos sesenta. Y no lo olvides..., sólo podrás
identificarlo mediante este cráneo. Advertirás características visibles en los
dientes delanteros, especialmente en el incisivo izquierdo...
Conger escuchaba sin prestarle
mucha atención. Observó cómo dos hombres vestidos de blanco introducían
cuidadosamente la calavera en una bolsa de plástico. La ataron y la pusieron en
la jaula de cristal.
—¿Y si me equivoco?
—¿Matando a otro? Sigues
buscando. No vuelvas hasta encontrar a ese Fundador. Y no esperes a que abra la
boca; ¡tienes que impedirlo! Adelántate. No te arriesgues; dispara en cuanto
creas que lo has encontrado. Es probable que se trate de un forastero en la
zona. Parece ser que nadie le conocía.
Conger continuaba absorto en sus
pensamientos.
—¿Estás seguro de que no te falta
nada? —preguntó el Portavoz.
—Sí, creo que sí.
Conger entró en la jaula de
cristal y se sentó con las manos al volante.
—Buena suerte —dijo el Portavoz—.
Todos esperamos que triunfes. Existen algunas dudas filosóficas sobre si es posible
o no alterar el pasado. Ahora obtendremos la respuesta de una vez por todas.
Conger palpó los controles de la
jaula.
—Por cierto —advirtió el
Portavoz—, no intentes utilizar esta jaula para otros propósitos que los
mencionados. La controlamos constantemente. Si queremos que regrese, lo podemos
hacer. Buena suerte.
Conger no dijo nada. Cerraron la
jaula. Levantó un dedo y pulsó el control del volante. Lo giró poco a poco.
Estaba mirando todavía la bolsa
de plástico cuando la sala se desvaneció.
No vio nada durante un largo
período de tiempo, nada más allá del cristal de la jaula. Los pensamientos se
atropellaban en su mente. ¿Cómo reconocería al hombre? ¿Cómo se aseguraba antes
de actuar? ¿Qué aspecto tenía? ¿Cómo se llamaba? ¿Cómo se habría comportado antes
de hablar? ¿Sería una persona vulgar o un extranjero chiflado?
Conger cogió el fusil Slem y lo
apretó contra su mejilla. El metal era frío y liso. Lo movió para comprobar la
mira. Era un fusil muy bello, la clase de fusil del que podía enamorarse. Ojalá
lo hubiera tenido en el desierto marciano, en las largas noches que pasó
aterido, acechando las cosas que se movían en la oscuridad...
Puso el fusil en el suelo y
ajustó los contadores de la jaula. La niebla que daba vueltas en espiral empezó
a condensarse y a consolidarse. Al instante se vio rodeado de formas que
oscilaban y fluctuaban.
Colores, sonidos y movimientos se
infiltraron a través del cristal. Desconectó los controles y se puso en pie.
Se encontraba sobre un
promontorio que dominaba una pequeña ciudad. Era mediodía. Un aire fresco y
vivificante acarició su rostro. Algunos automóviles se deslizaban por la
carretera. Distinguió tierras cultivadas en la lejanía. Respiró intensamente y
volvió a la jaula.
Examinó sus rasgos ante el
espejo. Se había recortado la barba (no habían conseguido que se la afeitara) y
lavado el pelo. Iba vestido a la moda de la segunda mitad del siglo XX, con
aquellos extravagantes cuellos, chaquetas y zapatos de piel de animal. Llevaba
dinero de la época en el bolsillo. No necesitaba nada más. Excepto su habilidad
y su instinto especial, aunque nunca los había utilizado en circunstancias
semejantes.
Caminó por la carretera hacia la
ciudad.
Lo primero que le llamó la
atención fueron los periódicos. Día 5 de abril de 1961. No estaba muy lejos.
Paseó la vista a su alrededor. Había una gasolinera, un garaje, algunos bares y
una tienda de chucherías. Al final de la calle divisó una verdulería y algunos
edificios públicos.
Pocos minutos después subió la
escalera de la pequeña biblioteca pública y penetró en su cálido interior.
La bibliotecaria levantó la vista
y sonrió.
—Buenos días —dijo.
Le devolvió la sonrisa sin
atreverse a hablar; no utilizaría las palabras correctas y le denunciaría su
acento extraño. Se acercó a una mesa y tomó asiento frente a una pila de
revistas. Las hojeó unos instantes. Después volvió a ponerse de pie. Se dirigió
hacia una gran librería apoyada en la pared. Los latidos de su corazón se
aceleraron.
Periódicos..., semanas enteras.
Cogió un montón, se los llevó a la mesa y empezó a estudiarlos rápidamente. La
impresión era rara, las letras singulares. Desconocía algunas palabras.
Apartó los periódicos y fue a
buscar más. Por fin encontró lo que buscaba. Se apoderó de la Cherrywood Gazette
y la abrió por la primera página:
UN PRISIONERO SE AHORCA
Un hombre no identificado,
arrestado en la oficina del sheriff del condado como sospechoso de sindicalismo
criminal, fue encontrado muerto esta mañana por...
Finalizó el artículo. Era vago e
inconsistente. Necesitaba más. Devolvió la Gazette a los estantes y, tras un momento de
duda, abordó a la bibliotecaria.
—¿Más? —preguntó—. ¿Más
periódicos? ¿Antiguos?
—¿Cuáles? —La mujer frunció el
ceño—. ¿De qué año?
—De hace meses. Y... de antes.
—¿De la Gazette ? Es el único que
tenemos. ¿Qué quiere? ¿Qué está buscando? Quizá podría ayudarle.
Conger permaneció en silencio.
—Encontrará ejemplares más
antiguos en las oficinas de la
Gazette —dijo la mujer quitándose las gafas—. ¿Por qué no lo
prueba? Aunque, si me lo dijera, quizá podría ayudarle...
Conger se marchó.
La oficina de la Gazette estaba en una
calle lateral, de aceras resquebrajadas y agrietadas. Una estufa ardía en un
rincón de la diminuta oficina. Un hombre corpulento se levantó y se acercó sin
prisas al mostrador.
—¿Qué desea, señor?
—Periódicos antiguos. Un mes. O
más.
—¿Para comprarlos? ¿Quiere
comprarlos?
—Sí.
Sacó unos billetes. El hombre
parpadeó.
—Claro —dijo—, claro. Espere un
momento. —Salió corriendo de la habitación. Cuando volvió, se tambaleaba bajo
el peso que transportaba, tenía la cara roja y sudorosa—. Aquí tiene algunos.
Cogí lo que pude. Abarca todo el año. Y si quiere más...
Conger salió con los periódicos.
Se sentó en el bordillo de la acera y los repasó.
Encontró lo que deseaba cuatro
meses atrás, en diciembre. Era un artículo tan escueto que casi no reparó en
él. Sus manos temblaban al leerlo. Utilizó un diccionario de bolsillo para
algunos de los términos arcaicos.
HOMBRE ARRESTADO POR
MANIFESTACIÓN PÚBLICA ILEGAL
Un hombre no identificado que rehusó
dar su nombre fue detenido en Cooper Creek por agentes especiales de la oficina
del sheriff, siguiendo órdenes del sheriff Duff. Dijeron que el hombre había
sido descubierto recientemente en esta zona y vigilado de cerca.
Fue...
Cooper Creek. Diciembre de 1960.
Su corazón latió con violencia. Era todo cuanto necesitaba saber. Se irguió con
un estremecimiento y golpeó el frío suelo con los pies. El sol se había
desplazado hasta el límite de las colinas. Sonrió. Ya había descubierto el
lugar y el día exactos. Le bastaba con retroceder, quizá hasta noviembre, a
Cooper Creek...
Caminó de vuelta atravesando el
centro de la ciudad. Dejó atrás la biblioteca y la verdulería. No sería
difícil; lo más difícil ya estaba hecho. Iría al pueblo, alquilaría una habitación
y aguardaría la aparición del hombre.
Dobló una esquina. Una mujer
cargada de paquetes salía por una puerta. Conger se desvió para dejarla pasar.
La mujer le miró. Palideció de súbito. Clavó la vista en él con la boca
abierta.
Conger se alejó a toda prisa.
Miró por encima del hombro. ¿Qué le pasaba a la mujer? Aún seguía observándole;
había soltado los paquetes. Conger caminó más rápido. Dobló otra esquina y
subió por una calle lateral. Cuando miró atrás de nuevo vio que la mujer había
llegado a la entrada de la calle. Se le unió un hombre y los dos corrieron
hacia él.
Se escabulló y abandonó la ciudad
en dirección a las colinas. Cuando llegó a la jaula se detuvo. ¿Qué había
ocurrido? ¿Era su ropa, su indumentaria?
Reflexionó hasta que el sol se
puso. Después entró en la jaula.
Conger se sentó ante el volante.
Descansó un momento con las manos apoyadas en el mando de control. Luego giró
el volante un pocos con la mirada atenta a los datos que le suministraban los
medidores.
Un vacío gris le rodeó.
Pero no por mucho tiempo.
El hombre le miró con semblante
crítico.
—Será mejor que entre. Hace frío.
—Gracias.
Conger atravesó agradecido el
umbral y entró en la sala de estar. Una estufa de queroseno instalada en un
rincón mantenía el ambiente cálido y acogedor. Una mujer gruesa e informe, que
llevaba un vestido floreado, salió de la cocina. Ambos le examinaron
atentamente.
—Se está bien aquí —dijo la
mujer—. Soy la señora Appleton. Una buena temperatura, necesaria para esta
época del año.
—Sí —asintió, mirando a su
alrededor.
—¿Quiere comer con nosotros?
—¿Qué?
—¿Quiere comer con nosotros? —El
hombre frunció las cejas—. No es usted extranjero, ¿verdad, señor?
—No —sonrió—. Nací en este país,
muy al oeste.
—¿California?
—No —titubeó—. Oregon.
—¿Cómo es aquello? —preguntó la
señora Appleton—. He oído decir que hay muchos árboles y pasto. Es tan seco
esto. Yo provengo de Chicago.
—Esto es el Medio Oeste —explicó
su marido—. No es usted un extranjero.
—No, Oregon forma parte de
Estados Unidos —respondió Conger.
El hombre aprobó con aire
ausente. Miraba la vestimenta de Conger.
—Un traje curioso, señor. ¿Dónde
lo compró?
—Es un buen traje. —Conger se
sentía desorientado. Se removió inquieto—. Si quiere, me iré.
Ambos levantaron las manos en
ademán de protesta. La mujer sonrió.
—Hay que estar atento a esos
rojos. Ya sabe que el gobierno no se cansa de advertírnoslo.
—¿Los rojos? —cada vez estaba más
confundido.
—El gobierno dice que están por
todas partes. Hemos de denunciar cualquier acontecimiento extraño o anormal, a
cualquiera que no se conduzca con normalidad.
—¿Como yo?
—Bueno, no me parece que sea
usted un rojo —dijo el hombre—, pero hay que ser precavido. El Tribuno dice...
Conger apenas escuchaba. Iba a
ser más fácil de lo que pensaba. Descubriría al Fundador en cuanto hiciera acto
de presencia. Esa gente, tan recelosa de todo lo diferente, murmuraría,
correría la voz y pregonaría a los cuatro vientos el acontecimiento. Le
bastaría con tener paciencia y los oídos atentos, sobre todo en la tienda del
pueblo, o aquí mismo, en la pensión de la señora Appleton.
—¿Puedo ver la habitación?
—preguntó.
—Desde luego. —La señora Appleton
fue hacia la escalera—. Estaré encantada de enseñársela.
Subieron al piso superior. Hacía
frío, pero no tanto como afuera. No tanto como en las noches de los desiertos
marcianos. Lo agradeció vivamente.
Paseó por la tienda mirando las
latas de verduras, los congelados de carnes y pescados, relucientes y limpios,
que había en los estantes del frigorífico abierto.
Ed Davies se le acercó. `
—¿Puedo ayudarle? —dijo.
El tipo iba vestido de una forma
rara, ¡y llevaba barba! Ed no pudo reprimir una sonrisa.
—Nada —respondió el hombre con
voz singular—. Sólo miraba.
—Claro —dijo Ed.
Volvió detrás del mostrador. La
señora Hacket se acercó con su carrito.
—¿Quién es? —susurró, ocultando
su rostro anguloso y moviendo la nariz como si olfateara algo—. Nunca le había
visto.
—No lo sé.
—Me resulta extraño. ¿Por qué
lleva barba? Nadie lleva barba. Debe de pasarle algo.
—A lo mejor le gusta llevar
barba. Tenía un tío que...
—Espere. —La señora Hacket se
puso rígida—. Ése..., ¿cómo se llamaba? El rojo..., aquel viejo. ¿No llevaba
barba? Marx. Llevaba barba.
—Ése no es Karl Marx —rió Ed—.
Una vez vi una fotografía.
—¿De veras? —La señora Hacket le
miró con suspicacia.
—De veras —enrojeció un poco—. ¿Y
qué?
—Me gustaría saber algo más de
él. Creo que deberíamos saber más, por nuestro propio bien.
—¡Oiga, señor! ¿Quiere subir?
Conger se volvió al instante y
bajó la mano hacia el cinturón. Se relajó. Eran dos jóvenes en un coche, un
chico y una chica. Les dedicó una sonrisa.
—¿Subir? Claro.
Entró en el coche y cerró la
puerta. Bill Willet puso en marcha el motor y el coche salió disparado hacia la
autopista.
—Me gusta ir en coche —comentó
Conger—. Iba de paseo hacia la ciudad, pero está más lejos de lo que pensaba.
—¿De dónde es usted? —preguntó
Lora Hunt.
Era bonita, menuda y de piel
tostada. Vestía un jersey amarillo y una falda azul.
—De Cooper Creek.
—¿Cooper Creek? —Bill frunció el
ceño—. Qué raro. Nunca le había visto.
—Ah, ¿venís de allí?
—Nací allí. Conozco a todo el
mundo.
—Me trasladé desde Oregon.
—¿Oregon? No sabía que la gente
de Oregon tuviera ese acento.
—¿Tengo acento?
—Habla de una forma curiosa.
—¿Cómo?
—No lo sé. ¿No es verdad, Lora?
—Se come las palabras —sonrió
Lora—. Hable más. Me interesan los dialectos.
Cuando hablaba descubría sus
dientes inmaculadamente blancos. Conger sintió que se le encogía el corazón.
—Tengo un defecto en el habla.
—Oh. —Los ojos de la chica se
abrieron de estupor—. Lo siento.
Ambos le miraron con curiosidad.
Conger, por su parte, se estrujaba el cerebro para hallar la forma de hacerles
preguntas sin parecer curioso.
—Creo que no viene mucha gente de
fuera por aquí. Forasteros.
—No. —Bill meneó la cabeza—. No
muchos.
—Apuesto a que soy el primero en
mucho tiempo.
—Yo diría que sí.
—Un amigo mío... —Conger
titubeó—, un conocido, me dijo que vendría. ¿Dónde creéis que podría...? —se
interrumpió—. ¿Quién podría haberle visto? ¿A quién podría preguntar para no
dejar de verle cuando venga?
—Basta con mantener los ojos
abiertos. Cooper Creek no es muy grande.
—No, es verdad.
Siguieron el viaje en silencio.
Conger observó el perfil de la chica. Probablemente, sería la novia del chico,
o su esposa provisional. ¿Habrían adoptado ya el método del matrimonio
provisional? No pudo recordarlo. Pero seguro que una chica tan atractiva de esa
edad ya tendría un amante; aparentaba unos dieciséis años. Algún día se lo
preguntaría, si la volvía a ver.
Conger paseó al día siguiente por
la calle principal de Cooper Creek. Pasó frente a la tienda, las dos
gasolineras y la oficina de Correos. En la esquina había el bar.
Se paró. Lora estaba dentro,
hablando con el dependiente. Reía y se balanceaba atrás y adelante.
Conger empujó la puerta. Una bocanada
de aire caliente le azotó el rostro. Lora bebía un batido de chocolate caliente
con nata. Alzó la mirada sorprendida cuando él se sentó en la silla contigua.
—Perdone. ¿La molesto?
—No. —La chica agitó la cabeza.
Tenía los ojos grandes y negros—. De ninguna manera.
—¿Qué desea? —le preguntó el
empleado.
—Lo mismo que la señorita.
Lora miraba a Conger con los
brazos cruzados y los codos apoyados en el mostrador. Le sonrió.
—Por cierto, aún no sabe mi
nombre. Lora Hunt.
Ella le tendió la mano. Conger la
tomó torpemente, sin saber qué hacer exactamente con ella.
—Mi nombre es Conger.
—¿Conger? ¿Es el nombre o el
apellido?
—¿El nombre o el apellido?
—vaciló—. El apellido. Omar Conger.
—¿Omar? —rió Lora—. Como el
poeta, Omar Khayyam.
—No le conozco. No sé mucho de
poetas. Restauramos muy pocas, obras de arte. Sólo la Iglesia se ha interesado
lo suficiente...
Cesó de hablar. Ella le miraba
fijamente. Conger se sonrojó.
—En el lugar de donde vengo.
—¿La iglesia? ¿A qué iglesia se
refiere?
—La Iglesia.
Estaba confuso. Le sirvieron el
chocolate y lo bebió a grandes sorbos, agradecido. Lora no apartaba la vista de
él.
—Es usted muy extraño. No le
gustó a Bill, pero a Bill no le gusta nada que sea diferente. Es tan..., tan
prosaico. ¿No cree que cuando una persona se hace mayor debería... tener unas
miras más amplias?
Conger asintió con un gesto.
—Dice que los extranjeros
deberían quedarse en su tierra, no venir aquí. Aunque usted no es extranjero.
Se refiere a los orientales.
Conger volvió a asentir.
La puerta se abrió a sus
espaldas. Bill entró. Les miró.
—Vaya —dijo.
Conger se volvió.
—Hola.
—Vaya. —Bill se sentó—. Hola,
Lora. —Miraba a Conger—. No esperaba verle otra vez.
Conger se puso tenso. Sentía la
hostilidad del chico.
—¿Le disgusta?
—No, no especialmente.
Se hizo un silencio. Bill se
dirigió a Lora.
—Bueno, vámonos.
—¿Irnos? —preguntó asombrada—.
¿Por qué?
—¡He dicho que nos vamos! —La
cogió de la mano—. Vamos, el coche está afuera.
—¡Caramba, Bill Willet, estás
celoso!
—¿Quién es ese tipo? —preguntó
Bill—. ¿Qué sabes de él? Mírale, y mira esa barba...
—¿Y qué? —Los ojos de la chica
llamearon de cólera—. ¡Sólo porque no conduce un Packard y vive en Cooper High!
Conger examinó al muchacho. Era
alto..., alto y fuerte. Probablemente, formaría parte de alguna organización
cívica parapolicial.
—Lo siento —dijo—. Me voy.
—¿Qué asuntos le han traído a la
ciudad? —preguntó Bill—. ¿Qué hace aquí? ¿Por qué mariposea alrededor de Lora?
Conger miró a la chica y se
encogió de hombros.
—Da igual. Ya nos veremos.
Se volvió. Y se inmovilizó. Bill
se había movido. Los dedos de Conger volaron hacia el cinturón. «Sólo media
descarga —se dijo—. Nada más. Sólo media descarga.»
Apretó. El local se tambaleó a su
alrededor. Iba protegido por el forro de su traje, el revestimiento plástico
interno.
—Dios mío...
Lora levantó las manos. Conger
soltó una palabrota. No deseaba que a ella le sucediera nada, pero se le
pasaría. Sólo había utilizado medio amperio. Producía un hormigueo.
Un hormigueo y parálisis.
Salió por la puerta sin mirar
atrás. Había llegado casi a la esquina cuando Bill se asomó lentamente,
oscilando como un borracho. Conger se fue.
Mientras Conger caminaba por la
noche, inquieto, una forma surgió ante él. Se detuvo y contuvo el aliento.
—¿Quién es? —preguntó una voz de
hombre.
Conger aguardó, tenso.
—¿Quién es? —repitió el hombre.
Agitó algo en la mano. Se
encendió una luz. Conger avanzó.
—Soy yo.
—¿Quién es «yo»?
—Mi nombre es Conger. Resido en
la pensión de los Appleton. ¿Quién es usted?
El hombre se aproximó con parsimonia.
Llevaba una chaqueta de cuero. Una pistola colgaba de su cintura.
—Soy el sheriff Duff. Me parece
que usted es la persona con la que quería hablar. ¿No estaba hoy en Bloom's,
hacia las tres?
—¿Bloom's?
—El bar. Donde los chicos van a
holgazanear.
Duff enfocó la linterna en su
rostro. Conger parpadeó.
—Aparte ese aparato.
Una pausa.
—Muy bien. —La luz iluminó el
suelo—. Usted estaba allí. Hubo una pelea entre usted y el chico de los Willet,
¿no es así? Discutieron sobre esa chica...
—Sí, discutimos —dijo
cautelosamente Conger.
—¿Y qué sucedió después?
—¿Por qué?
—Digamos que soy curioso. Dicen
que usted hizo algo.
—¿Hice algo? ¿Qué?
—No lo sé, es lo que trato de
averiguar. Vieron un destello, y parece que ocurrió algo. Perdieron el
conocimiento. No se podían mover.
—¿Cómo se encuentran?
—Bien.
Hubo un silencio.
—¿Y bien? —inquirió Duff—. ¿Qué
fue? ¿Una bomba?
—¿Una bomba? —rió Conger—. No, mi
mechero ardió. Había un escape y el gas se inflamó.
—¿Por qué se desmayaron todos?
—Las emanaciones.
Silencio. Conger se agitó,
impaciente. Sus dedos se deslizaron hacia el cinturón. El sheriff bajó la vista
y gruñó.
—Si usted lo dice... De todas
maneras, tampoco sufrieron grandes daños. —Retrocedió unos pasos—. Y, además,
ese Willet es un camorrista.
—Entonces, buenas noches —dijo
Conger.
Pasó por delante del sheriff.
—Una cosa más, señor Conger,
antes de que se vaya. No le importará que compruebe sus documentos de
identidad, ¿verdad?
—No, desde luego que no.
Conger metió la mano en el
bolsillo y sacó el billetero. El sheriff lo cogió y alumbró con la linterna.
Conger le observó sin pestañear. Habían dedicado un arduo trabajo al billetero,
examinando documentos históricos, reliquias de la época, todos los papeles que
consideraron importantes.
Duff se lo devolvió.
—Muy bien. Siento haberle
molestado.
Cuando Conger llegó a la casa,
encontró a los Appleton sentados frente al televisor. No levantaron la vista
para saludarle. Se apoyó en el marco de la puerta.
—¿Puedo preguntarles algo? —La
señora Appleton ladeó la cabeza al instante—. ¿Puedo preguntarles... cuál es la
fecha?
—¿La fecha? El uno de diciembre.
—¡El uno de diciembre! ¡Caramba,
si estábamos en noviembre!
Ambos le miraron. De pronto,
recordó. En el siglo veinte aún utilizaban el viejo sistema de los doce meses.
Diciembre seguía a noviembre. Entre los dos no existía cuartiembre.
Tragó saliva. ¡Sería mañana! ¡El
dos de diciembre! ¡Mañana!.
—Gracias —dijo—. Muchas gracias.
Subió la escalera. Qué idiota
había sido al olvidarse. El Fundador: había sido arrestado el dos de diciembre,
según los periódicos. Mañana, dentro de doce horas, el Fundador aparecería para
hablar a la gente, y más tarde sería encerrado en una celda.
El día era cálido y luminoso. Los
zapatos de Conger hacían crujir la capa de nieve helada. Avanzó entre los
árboles cubiertos por un manto blanco. Subió una colina y bajó por la otra
ladera, apresurando el paso.
Se detuvo y echó un vistazo
alrededor. Todo estaba en silencio. No se veía a nadie. Sacó una varilla de su
cintura y giró un mando. Por un momento no sucedió nada. Luego brilló un débil
resplandor en el aire.
La jaula de cristal apareció y
descendió lentamente. Conger suspiró. Se alegró de verla otra vez. Después de
todo, era su único medio de regresar.
Subió al promontorio. Paseó la
vista, satisfecho, con los brazos en jarras. Hudson's Field se extendía hasta
el inicio de la ciudad. Se veía desnudo y plano, cubierto de una fina película
de nieve.
Aquí vendría el Fundador. Aquí
les hablaría. Y aquí le detendrían las autoridades.
Sólo que moriría antes de que
llegaran. Moriría antes de hablar.
Conger volvió al globo de
cristal. Abrió la puerta y entró. Cogió el fusil Slem del estante y colocó el
cerrojo en la posición correcta. Estaba preparado para disparar. Reflexionó un
instante. ¿Se lo llevaría?
No. Faltaban horas para que el
Fundador llegara. ¿Qué pasaría si tropezaba con alguien? Cuando viera al
Fundador irrumpir en el campo, iría a buscar el fusil.
Conger miró el estante. Allí
estaba el paquete. Lo bajó y lo desenvolvió.
Tomó la calavera entre sus manos
y le dio la vuelta. Un escalofrío recorrió su cuerpo. Al fin y al cabo, era la
calavera de un hombre, la calavera del Fundador, que aún seguía con vida, que
llegarla dentro de poco, que se pararía en el campo a pocos metros de
distancia.
¿Qué pasaría si pudiera ver su
propio cráneo, amarillento y corroído? Doscientos años de edad. ¿Osaría hablar?
¿Osaría hablar después de verlo, el viejo y sonriente cráneo? ¿Qué le diría a
la gente? ¿Qué mensaje aportaría?
¿Qué acto no sería inútil después
de ver la propia, marchita calavera? Lo mejor sería gozar de la vida mientras
aún quedara tiempo.
Un hombre que pudiera sostener su
propia calavera entre las manos creería en muy pocas causas, en muy pocos
movimientos. Tal vez llegara a predicar lo contrario...
Un sonido. Conger depositó la
calavera en el estante y asió el fusil. Algo se movía afuera. Fue hacia la
puerta rápidamente, el corazón le latía con furia. ¿Era él? ¿Era el Fundador,
que vagaba aterido en busca de un lugar donde poder hablar? ¿Meditaba sobre sus
palabras, escogía sus frases?
¡Si pudiera ver lo que Conger
había sostenido!
Abrió la puerta con el fusil
levantado.
¡Lora!
La miró. Llevaba una chaqueta de
lana y botas. Hundía las manos en los bolsillos. Exhalaba nubes de vapor por la
boca y la nariz. Su pecho subía y bajaba.
Se miraron en silencio. Por fin,
Conger bajó el fusil.
—¿Qué ocurre? ¿Qué hace aquí?
Ella señaló con el dedo. Le
resultaba difícil hablar. Conger frunció el ceño; ¿qué le pasaba a la chica?
—¿Qué ocurre? ¿Qué quiere? —Miró hacia
donde ella señalaba con el dedo—. No veo nada.
—Vienen.
—¿Quiénes? ¿Quién viene?
—La policía. El sheriff llamó
anoche a la policía estatal para que enviaran coches. Lo tienen todo rodeado.
Bloquean las carreteras. Vienen unos sesenta. Algunos de la ciudad, otros de
más lejos. —Se calló y con tuvo el aliento—. Dijeron..., dijeron...
—¿Qué?
—dijeron que usted es una especie
de comunista. Dijeron...
Conger entró en la jaula. Colocó
el fusil en el estante y salió de nuevo. Se acercó a la chica.
—Gracias. ¿Vino a decírmelo? ¿No
lo cree?
—No lo sé.
—¿Vino sola?
—No, Joe me acompañó en su camión
desde la ciudad.
—¿Joe? ¿Quién es?
—Joe French. El fontanero. Es
amigo de papá.
—Vámonos.
Fueron hacia el campo a través de
la nieve. El pequeño camión estaba aparcado a mitad de camino. Un hombre bajo y
robusto aguardaba sentado detrás del volante, fumando en pipa. Se irguió en
cuanto les vio venir.
—¿Es usted el tipo en cuestión?
—preguntó.
—Sí. Gracias por avisarme.
—No sé nada de eso. Lora dice que
usted es un buen hombre. Tal vez le interese saber que están llegando más
policías. No es una advertencia... Simple curiosidad.
—¿Más?
Conger miró en dirección a la
ciudad. Formas negras se abrían paso entre la nieve.
—Gente de la ciudad. Es imposible
que nadie deje de enterarse en una pequeña ciudad. Todos escuchamos la emisora
de la policía; oyeron lo mismo que Lora. Alguien la sintonizó, divulgó la
noticia...
Se encogió de hombros.
Las formas aumentaban de tamaño.
Conger divisó unos cuantos: Bill Willet, seguido de algunos compañeros de la
escuela. Los Appleton renqueaban a prudente distancia.
—También Ed Davis —murmuró
Conger.
El tendero avanzaba penosamente
hacia el campo acompañado de tres o cuatro ciudadanos.
—La curiosidad les matará
—comentó French—. Bueno, creo que volveré a la ciudad. No quiero que llenen mi
camión de agujeros. Vamos, Lora.
La joven miraba a Conger con los
ojos abiertos de par en par.
—Vamos —repitió French—,
larguémonos. Sabe que no puede seguir parado ahí. ¿verdad?
—¿Por qué?
—Habrá un tiroteo. Por eso se
juntaron todos, para verlo. Lo sabe, ¿eh, Conger?
—Sí.
—¿Tiene un fusil? ¿O le da igual?
—French esbozó una sonrisa—. Ya han capturado a otros. No se sentirá solo.
¡Por supuesto que no le daba
igual! Debía quedarse en el campo. No podía permitir que arrestaran al
Fundador. Aparecería en cualquier momento. ¿Sería alguno de los ciudadanos,
agazapado silenciosamente al borde del campo, esperando, esperando?
O quizá era Joe French, o uno de
los policías. Cualquiera podría sentir el impulso de hablar. Y las pocas
palabras que se pronunciaran ese día gravitarían como una losa durante mucho
tiempo.
¡Conger debía estar presente
cuando la primera palabra sonara en el aire!
—No me da igual —dijo—. Vuelva a
la ciudad y llévese a la chica con usted.
Lora se sentó muy erguida junto a
Joe French. El fontanero puso en marcha el motor.
—Míralos, acechando como buitres,
a la espera de ver cómo matan a alguien —dijo.
El camión se alejó. Lora seguía
sentada rígida y silenciosa, y además asustada. Conger les vio marchar, y luego
se adentró en los bosques, hacia el promontorio.
Podía escapar, desde luego, en
cuanto quisiera. Todo lo que debía hacer era entrar en la jaula de cristal y
girar los mandos. Pero tenía una misión, una misión importante. Estaba obligado
a quedarse.
Llegó a la jaula y abrió la
puerta. Sacó el fusil del estante. El Slem se ocuparía de ellos. Lo graduó a la
máxima potencia. La reacción en cadena los barrería a todos, a la policía, a
esa gente sádica y morbosa...
¡No le atraparían! Antes
morirían. El escaparía. Huida. Todos habrían muerto antes de que terminara el
día, si tal era su deseo, y él...
Vio la calavera.
De pronto, bajó el fusil y cogió
el cráneo. Lo giró. Miró los dientes. Fue a contemplarse en el espejo.
Mientras lo hacía alzó la
calavera. La apretó contra su mejilla. El sonriente cráneo le miraba de
soslayo, junto a su rostro, junto a su cráneo, apoyado en su carne palpitante.
Enseñó los dientes. Y comprendió.
Lo que sostenía era su propia
calavera. Él era quien iba a morir. Él era el Fundador.
Al cabo de un rato soltó la
calavera. Jugueteó con los controles unos minutos. Oyó el rugido de los motores
que se aproximaban, las voces amortiguadas de los hombres. ¿Volvería al
presente, donde le aguardaba el Portavoz? Podía escapar, por supuesto...
¿Escapar?
Se volvió hacia la calavera. Su
calavera, amarillenta por el paso del tiempo. ¿Escapar? ¿Escapar, cuando
acababa de sujetarla entre sus manos?
¿Qué ocurriría si retrocedía un
mes, un año, diez, incluso cincuenta? El tiempo no existía. Había tomado
chocolate en compañía de una chica nacida ciento cincuenta años antes que él.
¿Escapar? Sólo por un breve intervalo.
De todos modos, no podía
realmente escapar, como tampoco lo había conseguido nadie, ni lo conseguiría
nadie.
La única diferencia es que había
sostenido en sus manos sus propios huesos, su propia calavera.
Ellos no.
Traspasó el umbral de la puerta y
salió al campo con las manos vacías. Había un montón de gente al acecho,
formando un grupo compacto, esperando. Confiaban en presenciar una lucha
excitante. Se habían enterado del incidente en el bar.
Y había muchos policías...,
policías con fusiles y gases lacrimógenos, apostados en las colinas y las
lomas, entre los árboles, cada vez más cerca. La misma vieja historia de este
siglo.
Un hombre le arrojó algo. Cayó a
sus pies, en la nieve: una piedra. Sonrió.
—¡Vamos! —gritó otro—. ¿No tienes
bombas?
—¡Tira una bomba! ¡Tú, el de la
barba! ¡Tira una bomba!
—¡Que lo cojan!
—¡Tira unas cuantas bombas
atómicas!
Estallaron en carcajadas. Él
sonrió. Puso los brazos en jarras. Todos enmudecieron de súbito, al comprender
que se disponía a hablar.
—Lo siento —dijo con humildad—.
No tengo bombas. Se han equivocado.
Se elevó una nube de murmullos.
—Tengo un fusil —continuó—, un
buen fusil. Diseñado por una ciencia mucho más avanzada que la vuestra. Pero no
lo voy a utilizar.
El asombro se apoderó de los que
escuchaban.
—¿Porqué no? —preguntó alguien.
Una anciana le observaba, algo
apartada del grupo. Sintió un estremecimiento. La había visto antes. ¿Dónde?
Recordó. Aquel día que fue a la
biblioteca. Se había cruzado con ella al doblar una esquina. Al verle, se había
quedado estupefacta. Entonces no había comprendido la razón.
Conger sonrió entre dientes. Así
que el hombre que ahora la aceptaba voluntariamente escaparía de la muerte. Los
perseguidores se reían del hombre que tenía un fusil y no quería usarlo. Por un
extraño capricho de la ciencia reaparecería dentro de pocos meses, después de
que sus huesos se pudrieran bajo el suelo de una celda.
Y así, en cierta forma, escaparía
de la muerte. Moriría, pero luego, al cabo de unos meses, resucitaría durante
una tarde.
Una tarde. Suficiente para que le
reconocieran, para que comprendieran que continuaba vivo, para saber que había
vuelto a la vida.
Y después, por fin, nacería de
nuevo, doscientos años más tarde. Pasados dos siglos.
Nacería otra vez, de hecho, en
una pequeña ciudad comercial de Marte. Crecería, aprendería a cazar y a
rastrear...
Un coche de la policía se acercó
por el extremo del campo y se detuvo. La gente retrocedió unos metros. Conger
levantó las manos.
—Os propongo una extraña paradoja
—dijo—. Aquellos que tomen vidas perderán la suya. Aquellos que maten morirán.
¡Pero el que sacrifique su vida vivirá de nuevo!
Sonaron unas risas débiles,
nerviosas. Los policías salieron del coche y caminaron en su dirección. Conger
sonrió. Había dicho todo lo que quería decir. Estaba orgulloso de la sencilla
paradoja que había creado. Ellos buscarían el significado, la recordarían.
Conger avanzó sonriente hacia una
muerte anunciada.
Philip K. Dick
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